domingo, junio 19, 2016

Borges, el esclavo

                                 
                                   un diálogo con el poema Tamerlán

Timur el Cojo, ramadán de ocho mil kilómetros de tierra,
¡toda Asia Central!
ungió con su implacable espada al hombre de ojos agotados
obligándolo a esculpir sobre la piedra
la huella de su paso desgastada por la bruma del tiempo.

Fue su dama, Zenócrate hija de Egipto reencarnada,  
quien susurrara a mi oído la existencia de ese talle en el vacío de la piedra,
de ese preguntarse acerca del miedo insosiego de quien conquista
frente a la espada y la cabeza de la víctima,
frente al espejo roto que devuelve la imagen dibujada
con la pluma de la culpa.

“Yo soy, yo seré siempre, aquella espada”;
“Yo soy los dioses” ; “Yo soy los astros”.
“Y sin embargo…”, dice el poema.

Fue ella quien pronunciara para mi, exclamativa,
por primera vez su nombre: ¡Tamerlán!
Quién también acercara a Borges, amanuense esclavo,
otro de tantos de este Dios erudito e iletrado
para profanar su tumba sin importar la maldición.

Por qué ¿quién, que no fuera el mismo Borges
podía traspasar el recinto sagrado del silencio, a pesar de la sentencia?
Quién, que no fuera él, exhibió actos y cuerpo para todos,
hasta llegar hasta mí, añosa niña de ojos asombrados que
                                                                                  toda historia desconoce,
para asegurarse que jamás quedará en el olvido.

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