un
diálogo con el poema Tamerlán
Timur el Cojo, ramadán de
ocho mil kilómetros de tierra,
¡toda Asia Central!
ungió con su implacable
espada al hombre de ojos agotados
obligándolo a esculpir
sobre la piedra
la huella de su paso
desgastada por la bruma del tiempo.
Fue su dama, Zenócrate
hija de Egipto reencarnada,
quien susurrara a mi oído
la existencia de ese talle en el vacío de la piedra,
de ese preguntarse acerca
del miedo insosiego de quien conquista
frente a la espada y la
cabeza de la víctima,
frente al espejo roto que
devuelve la imagen dibujada
con la pluma de la culpa.
“Yo soy, yo seré siempre,
aquella espada”;
“Yo soy los dioses” ; “Yo
soy los astros”.
“Y sin embargo…”, dice el
poema.
Fue ella quien pronunciara
para mi, exclamativa,
por primera vez su nombre:
¡Tamerlán!
Quién también acercara
a Borges, amanuense esclavo,
otro de tantos de este
Dios erudito e iletrado
para profanar su tumba sin
importar la maldición.
Por qué ¿quién, que no
fuera el mismo Borges
podía traspasar el recinto
sagrado del silencio, a pesar de la sentencia?
Quién, que no fuera él,
exhibió actos y cuerpo para todos,
hasta llegar hasta mí,
añosa niña de ojos asombrados que
toda
historia desconoce,
para asegurarse que jamás
quedará en el olvido.
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