I.
No hay café que me salve
la neura amarga tanto lo que toca
como el dulce.
Tres cucharadas, por favor.
No, mejor cinco,
o diez.
Almibar de sal es este expresso
de taza blanca austriaca, letras esparcidas
como moronas por la mesa.
Nuestros puestos están vacíos.
Dos tazas de café también.
Huella de ello, son dos chorriones sobre el borde
y la servilleta húmeda.
Por mi oído cruza
una bufanda blanca
su boca cerrada nada dice o susurra,
ni siquiera el ligero movimiento del aire
que mueve a su paso.
Escucho menos
que lo que se escucha cuando cae lenta,
plena, una hoja
muerta.
A estos entierros nadie asiste.
El frío que empalaga
tampoco suena su cristal de hielo
pero me pregunto: ¿De qué valdría si lo hiciera?
Sólo escucho los trastes
en una cocina inexistente
los platos de una vajilla que caen
despedazándose en su beso contra el suelo.
Silencio o estruendo
el cuerpo habla voraz de piel, calor
de almohada,
y la vulva grita
su enorme sed de amor
II.
Blanco frío el del silencio que calla
la bufanda colgada de mi cuello
como si quisiera ahorcarme
Dos tazas de café arrojadas
sin culpa contra el suelo
se rompen los dientes en el beso
El ojo de un huracán de carne
devora a su amante y luego llora
de amor