lunes, agosto 25, 2008





















Por la ventana

vertiginosa cruza Europa

Orlando y su imagen travestida en el espejo

van en el mismo tren.

atraviesan siglos continentes

de la mano

son dos amantes

alelados escuchándose la voz.

Hace frío

tras las ventanas en Bogotá

los transeúntes corren

inundados de lluvia

y todo luce un poco triste.

Virginia ha muerto y es hace siglos.

Sentada a su lado inexistente

otra mujer escribe aterida por el frío.

Es francesa nacida a orillas del Mekong.

Adelante va su amante

viene de Beijín, cierra los ojos

la degolla con sus párpados de filo

no soporta verla

tal es su desesperación de amor.

Margarita está linda la mar

hace su invitación Rubén Darío

y la Durás

suelta su enorme carcajada

en este trasatlántico de lata

que navega por las calles

donde es prohibido fumar

y beber

pero ella no lo supo.

Casi todos los poetas han muerto

o están lejos:

La Pavana difunta ocupa su jardín.

Berenice la gata calla

como un “pequeño rumor de mata que se arranca”.

“Voy por ti ahora definitivamente voy por ti”

grita antes de dar media vuelta

la más enamorada

y Desdea la loca, la que estuvo

hecha de carne y hueso,

sucumbe al último beso

por arrancarle una lágrima al sol.


En la ventana

el reloj se detiene y ensordece.

Un pájaro negro en bluejeans

salta adentro de la caja

grita discursos

por escuchar brillar las tres monedas.


Sí, los poetas han muerto

o están lejos.

Llueve.


martes, agosto 19, 2008




















Dislocar: Hacer perder el tino o la compostura


Te disloco con mis ganas de tenerte cerca

adentro afuera

te hago zancadilla

caemos juntos en un abrazo sobre el suelo


Amo dormir

nuestra cama

cuando me besas

y te estrujo

y me das hambre

y navegamos sobre alguna barca

y vamos y venimos

por el tiempo y sin el tiempo

por el mar

“sobre las copas de los árboles”, dices

y casi te disloco

y a mí sí me dislocas

y en el último segundo

tu ojo me mira

y mis ojos te pierden

por desear

sin preferir

las sombras del placer

a tu mirada.


domingo, agosto 17, 2008


Como habíamos quedado


Albeiro cerró la puerta tratando de hacer el menor ruido posible. No quería que nadie notara que salía. Evitar, la incómoda pregunta, ¿Albeiro para dónde vas? Y la concebida respuesta dada por su madre, “no jovencito, estas no son horas de salir.” Miró hacia el poniente y vio detrás de las montañas el sol encendido. Sin embargo, minuto a minuto perdía intensidad y, a lo sumo, una hora más tarde se habría ocultado y la noche se instalaría en el pueblo. Apuró el paso. Mientras caminaba la palpó dentro de su bolsillo izquierdo y la sintió tibia y esponjosa. Tan suave al roce que le dieron ganas de llorar. Se contuvo. No quería que nadie lo viera llorando como una nenita. “¿Para dónde vas Albeiro con tanta prisa?” Oyó a Doña Eduviges preguntarle. Se hizo el que no la había escuchado. No quería darle explicaciones a nadie. La calle sin pavimento que salía del pueblo estaba encharcada. Se le iban a embarrar los zapatos. Los únicos que tenía para ir a la escuela y mañana tenía escuela. Hubiera debido ser más previsivo. Salir sin ellos. Se sentó en una piedra al lado del camino y se los quitó. Era mejor continuar así. Igual, siempre prefería caminar descalzo. Los zapatos le apretaban, le daban como asfixia, como si alguien o él mismo se tapara las narices para no dejarlo respirar. EL sol, cada vez más horizontal, relumbraba en los potreros y hacía ver a las vacas y a los árboles del color de las naranjas. Se levantó, agarró los zapatos con una mano y la otra mano la metió en el bolsillo para, abrazándola con suavidad, evitar que se lastimara con el bamboleó y arrancó a correr. El viento le golpeaba la cara y a pesar de la tristeza se sintió feliz. No muchos niños en la escuela podían correr descalzos, él sí.
A lo lejos vio la reja aún abierta. Cuando llegó se detuvo frente ella. Levantó los ojos y vio al ángel de la muerte con la guadaña mirándolo fijamente. El corazón le dio un vuelco. De niño temía a ese ángel más que a nada y que a nadie en el mundo. Prefería hacer lo que fuera, con tal de no tener que pasar frente al cementerio y su guardián. Pero ya tenía once años. Ya no temía a su guadaña ni a sus muertos. Y menos le temería de ahora en adelante que cada día se haría más grande y ahora que iba a enterrarla allí junto a su abuela. Dentro del bolsillo, abrigándola como lo más preciado, movió sutilmente sus dedos y la acarició. Quiso pensar que sólo dormía. Se calzó de nuevo, y entró. Tenía que buscar la tumba de la abuela. La tumba que él desconocía por no ser capaz de acompañarla el día de su entierro. Rosaura Gómez de Beltrán, debería decir escrito en algún lugar. No sabía la fecha de su nacimiento, pero sí la de su muerte; lo recordaba perfectamente, 3 de julio de 1978, dos años atrás. Albeiro vio que los últimos rayos del sol hacían tenebrosas sombras al chocar contra las paredes blancas de los monumentos, las vírgenes y los santos de las lápidas. Tenía que encontrarla rápido para poder hacer lo que había venido a hacer y salir. Salir corriendo de regreso a casa.
Al fondo, a la izquierda, junto a una zarza descubrió la tumba. Sobre la lápida con su nombre inscrito, había un jarrón atado a una cadena sin ninguna flor. Con agua apozada quién sabe de qué lluvia. Saludó a su abuela. Aquí estoy, le dijo. Te la traje. Sacó del otro bolsillo la pequeña pala que había tomado prestada a su madre y comenzó a cavar. El corazón le retumbaba cada vez que introducía la pala dentro de la tierra. Las lágrimas comenzaron a correrle por la cara sin poder evitarlo. Se detuvo. Con sólo cuatro puñados de tierra ya seguro cabría y no quedaban sino unos minutos más de luz. Tomó la chaqueta, introdujo con cuidado extremo la mano en el bolsillo y la agarró. Ya no estaba caliente aunque tampoco fría. Rígida sí. La sacó. Le dio un beso de despedida, seguro de que nadie lo estaría viendo, la acostó al fondo del hueco y echando de nuevo la tierra negra, la enterró. La noche negra rodeo a Albeiro. Albeiro se levantó y salió corriendo. Atravesó la verja y sin detenerse, corrió y corrió hasta llegar frente al portón de su casa. Cruzó el zaguán. La jaula, en el patio tenía la puerta abierta pero ya no importaba. No había dentro de ella nadie a quién cuidar. “Albeiro ¿Qué te habías hecho? ¡Tienes todos los zapatos embarrados!”, escuchó entre nebulosas que le decía su madre.

martes, agosto 12, 2008














Dicen que las mujeres tenemos

cinco por ciento más de agua

que ciertas lágrimas

son de cocodrilo

que las mareas altas enloquecen

a los locos

que la lluvia de las uvas

enlaguna

que nadie sobrevive

nadando en alcohol


dicen que la sangre de Cristo es santa

que la de la mujer sucia

que es más fácil ser hombre

por aquello de orinar parado

que la boca se llena de agua

cuando lo que tiene es hambre

que con el sudor de la frente

se gana el pan


dicen

que a la gente se le escurren las babas

del encanto

que el que no llora

no mama

que llorar es la mejor manera

de curar el corazón


dicen…

dicen tantas cosas

sobre esto de estar vivo

que de sólido tiene tan

pero tan poco.


viernes, agosto 08, 2008

¿Acaso no es este el mar?

¿No es este sonido del follaje
el de las olas en la orilla?
¿El cedro una medusa cuyos tentáculos
descuelgan hacia el fondo de las aguas?

¿No eres tú el joven pescador, yo, tu joven mujer?

¿Acaso no son estos mis pies descalzos
toda mi desnudez?

miércoles, agosto 06, 2008

Fragmento




Llegó a un punto donde no pudo detener, ni negar por más tiempo el desvanecimiento que sentía. Frente a ese hombre su cuerpo perdía todo peso, se sentía ligera, casi al borde de caer y esa sensación de perder la forma y de derretimiento, desplazaba la seguridad y el control de sus emociones y sus actos. En otros tiempos, sin la menor duda habría creído haber encontrado el amor. Hoy ya no creía en ello. Luego de haber sido amante del amor tantas veces, de haberlo desnudado, reconocía su naturaleza de ropaje: el amor era sólo un vestido transparente que mal lograba esconder, el imperioso deseo por el cuerpo del otro para poder sentir el propio cuerpo. Ser uno, siendo dos en un instante. El deseo era la verdadera fuerza que invadía todo rompiendo diques y fronteras, haciendo de dos seres una pareja, aunque feliz, ansiosa presa.

Porque la muerte, no lo podía olvidar, siempre estaba un paso atrás. Por eso el miedo. El deseo ahora nada mantendría inmóvil, todo correría vertiginoso

No existía manera de escapársele al destino: deseaba a ese hombre y desearlo, era lo mismo que perderlo. Vivirlo, llamar a la muerte. Era, como tantas otras veces, lo mismo que clavarse y clavarle el puñal y al hacerlo, ser testigo de su muerte y de la suya propia. Poco importaba que esta vez sí pareciera ser el amor, el único, el verdadero. El destino correría indiferente: un beso y la puerta se abriría. Pero más pronto que tarde de nuevo quedaría sólo el muro, la distancia, el recuerdo y finalmente la nada; o a lo mucho, algún reflejo de un viejo dolor.