Como habíamos quedadoAlbeiro cerró la puerta tratando de hacer el menor ruido posible. No quería que nadie notara que salía. Evitar, la incómoda pregunta, ¿Albeiro para dónde vas? Y la concebida respuesta dada por su madre, “no jovencito, estas no son horas de salir.” Miró hacia el poniente y vio detrás de las montañas el sol encendido. Sin embargo, minuto a minuto perdía intensidad y, a lo sumo, una hora más tarde se habría ocultado y la noche se instalaría en el pueblo. Apuró el paso. Mientras caminaba la palpó dentro de su bolsillo izquierdo y la sintió tibia y esponjosa. Tan suave al roce que le dieron ganas de llorar. Se contuvo. No quería que nadie lo viera llorando como una nenita. “¿Para dónde vas Albeiro con tanta prisa?” Oyó a Doña Eduviges preguntarle. Se hizo el que no la había escuchado. No quería darle explicaciones a nadie. La calle sin pavimento que salía del pueblo estaba encharcada. Se le iban a embarrar los zapatos. Los únicos que tenía para ir a la escuela y mañana tenía escuela. Hubiera debido ser más previsivo. Salir sin ellos. Se sentó en una piedra al lado del camino y se los quitó. Era mejor continuar así. Igual, siempre prefería caminar descalzo. Los zapatos le apretaban, le daban como asfixia, como si alguien o él mismo se tapara las narices para no dejarlo respirar. EL sol, cada vez más horizontal, relumbraba en los potreros y hacía ver a las vacas y a los árboles del color de las naranjas. Se levantó, agarró los zapatos con una mano y la otra mano la metió en el bolsillo para, abrazándola con suavidad, evitar que se lastimara con el bamboleó y arrancó a correr. El viento le golpeaba la cara y a pesar de la tristeza se sintió feliz. No muchos niños en la escuela podían correr descalzos, él sí.
A lo lejos vio la reja aún abierta. Cuando llegó se detuvo frente ella. Levantó los ojos y vio al ángel de la muerte con la guadaña mirándolo fijamente. El corazón le dio un vuelco. De niño temía a ese ángel más que a nada y que a nadie en el mundo. Prefería hacer lo que fuera, con tal de no tener que pasar frente al cementerio y su guardián. Pero ya tenía once años. Ya no temía a su guadaña ni a sus muertos. Y menos le temería de ahora en adelante que cada día se haría más grande y ahora que iba a enterrarla allí junto a su abuela. Dentro del bolsillo, abrigándola como lo más preciado, movió sutilmente sus dedos y la acarició. Quiso pensar que sólo dormía. Se calzó de nuevo, y entró. Tenía que buscar la tumba de la abuela. La tumba que él desconocía por no ser capaz de acompañarla el día de su entierro. Rosaura Gómez de Beltrán, debería decir escrito en algún lugar. No sabía la fecha de su nacimiento, pero sí la de su muerte; lo recordaba perfectamente, 3 de julio de 1978, dos años atrás. Albeiro vio que los últimos rayos del sol hacían tenebrosas sombras al chocar contra las paredes blancas de los monumentos, las vírgenes y los santos de las lápidas. Tenía que encontrarla rápido para poder hacer lo que había venido a hacer y salir. Salir corriendo de regreso a casa.
Al fondo, a la izquierda, junto a una zarza descubrió la tumba. Sobre la lápida con su nombre inscrito, había un jarrón atado a una cadena sin ninguna flor. Con agua apozada quién sabe de qué lluvia. Saludó a su abuela. Aquí estoy, le dijo. Te la traje. Sacó del otro bolsillo la pequeña pala que había tomado prestada a su madre y comenzó a cavar. El corazón le retumbaba cada vez que introducía la pala dentro de la tierra. Las lágrimas comenzaron a correrle por la cara sin poder evitarlo. Se detuvo. Con sólo cuatro puñados de tierra ya seguro cabría y no quedaban sino unos minutos más de luz. Tomó la chaqueta, introdujo con cuidado extremo la mano en el bolsillo y la agarró. Ya no estaba caliente aunque tampoco fría. Rígida sí. La sacó. Le dio un beso de despedida, seguro de que nadie lo estaría viendo, la acostó al fondo del hueco y echando de nuevo la tierra negra, la enterró. La noche negra rodeo a Albeiro. Albeiro se levantó y salió corriendo. Atravesó la verja y sin detenerse, corrió y corrió hasta llegar frente al portón de su casa. Cruzó el zaguán. La jaula, en el patio tenía la puerta abierta pero ya no importaba. No había dentro de ella nadie a quién cuidar. “Albeiro ¿Qué te habías hecho? ¡Tienes todos los zapatos embarrados!”, escuchó entre nebulosas que le decía su madre.