Pretendo la eternidad sin moverme. Lo más quieta que la
ansiedad permite. Veo volar a una mariposa como un árbol ve cruzar a una nube.
Soy el árbol. El movimiento pequeño de los dedos, el movimiento de sus hojas.
Permanezco en idéntica quietud a la de Átis, la perra a los pies bajo la mesa,
y perturbo lo menos posible el aire. Soy como el agua que aguarda en las manos
de la piedra, reflejo del sol, tibieza adormecida.
3
La luz del sol entra por la ventana y grita: La vida está viva, ¡Alégrate! Despréndete de la muerte. Todo morir es un nacer de otra manera.
Así como Nina ladra al viento, yo escribo y es una manera
particular de ladrar. Qué dirá ella cada vez que interfiere el aire, mueve sus
mandíbulas y alerta su cuerpo. Cuánto dirá sin que yo entienda. Así, esta
escritura que se dice a sí misma, este ladrar, el
cuerpo en tensión, esperando que algo o alguien le de sentido, la rescate.
Tengo ya el color de la arena oscura, y ha sido tanta la
tierra levantada por mis pies, agrietando los ojos, haciéndolos arder,
sustentando el árbol creado exclusivamente con las hojas de los días. Todos los
intentos por encontrar la palabra han sido en vano: aullidos de un animal
famélico, aunque como ahora se engañe cuando la quietud le regala esta forma de
saciedad haciéndole creer que lo suyo es el lenguaje.
Callo entonces. El silencio, amansado, asustado, se resguarda en el cuerpo por
unos días. Pero la pulsión continúa existiendo adentro callada, y crece, crece,
hasta que no resiste más y vuelve con su hambre.
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1 comentario:
Desde la pupila donde todo surge, se conmueve y muere, contemplo esta composta poética, en plena fermentación, y aspiro en su perfume un algo que estremece.
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